La segunda parte del reportaje ‘Caminos de ida y vuelta de los jóvenes extranjeros’ está protagonizada por dos colombianos, una rumana y un nigeriano que no arrojan la toalla y pese a los problemas que sufren quieren continuar viviendo -y sobre todo trabajando- en el País Vasco.
Los movidos meses de verano han cedido el paso a los sosegados, cortos y grises días invernales, así que Guillermo Quiñones, colombiano de 24 años, solo trabaja los sábados en un local de hostelería. Llegó con su madre cuando apenas tenía 9 años para encontrarse con tíos y primos que les animaron a venir. En el País Vasco Guillermo hizo estudios secundarios y una FP en Administración, gracias a los cuales consiguió su primer empleo, aunque terminó dejándolo para irse a Tampa (Florida) en 2013 a probar suerte con la música, su verdadera pasión. Pero tras seis duros meses regresó y, junto a su primo Kevin, creó el dúo de salsa urbana Los Adonis, cuyas canciones empiezan a sonar tímidamente en discotecas y radios latinas. Ahora se dedica a estudiar Producción musical con la cabeza y el corazón puestos aquí porque Colombia ya no es un destino para Guillermo, pese a que mantiene vínculos con su país sobre todo por la música. Colombia es su pasado, pero su futuro está en Euskadi. «Para un joven que ha emigrado con menos de 13 años, que ha estudiado aquí, que se ha enraizado y fijado sus expectativas aquí no es fácil regresar. Cuando tienen que hacerlo sus vidas reciben un impacto muy fuerte. Ya no están acostumbrados al modo de vida de allí», indica Moreno.
Con apenas 12 años, Natahly García aterrizó en Bilbao hace ya siete años. «Era martes y el jueves ya tuve que ir al colegio», recuerda esta estudiante de segundo de bachillerato y comercial de robots de cocina. El suyo también ha sido un largo proceso de adaptación a los ritmos de vida y estudios del País Vasco, por lo que se resiste a la idea de regresar a Colombia, algo que sabe que terminará pasando porque su padre se ha quedado en el paro y su madre, aunque continúa en casas como asistenta, ya quiere regresar. «He tenido mala suerte porque hice un curso de camarera de hotel y unas prácticas en el Tryp de Bilbao, pero una semana después de terminarlas, cerraron», señala desconsolada. La cadena hotelera no solo dejó 24 personas en la calle cuando echó la persiana en 2013, también destrozó sus expectativas de continuar dentro de ese sector. Desde entonces intenta vender las Thermomix y los lunes está como dependienta en la frutería de unos conocidos, aunque sin contrato de momento.
Sin compañeros de viaje
«El capital humano, los estudios y la experiencia laboral de un joven inmigrante son fundamentales para garantizar una movilidad laboral ascendente», indica Gorka Moreno, añadiendo que la situación de miles de jóvenes extranjeros se ha «cronificado» porque han dejado los estudios y al no tener suficiente titulación no pueden acceder a un mercado laboral que ha cerrado las puertas a los jóvenes en general. Otros, luchan por mantenerse dentro del sistema enlazando un contrato con otro y preparándose en espera de tiempos mejores, como Flor Chiriac, una joven de 28 años que vino sola desde Rumanía hace casi una década. «Mi primer trabajo fue en hostelería, pero también he sido promotora de ventas y azafata de imagen, he participado en algunos eventos en calidad de responsable o coordinadora de equipos; además he sido modelo en alguna ocasión», señala Flor que además estudia Comunicación audiovisual y que ha experimentado la dureza de emigrar sola.
K.S., de 23 años, proviene de un pequeño pueblo cerca de Benin, en el corazón de Nigeria. Como miles de jóvenes inmigrantes subsaharianos que año tras año llegan a Europa, su cabeza estaba llena de historias contadas por vecinos, amigos y familiares de una tierra al norte donde todos tienen un coche, ropa de moda, teléfonos móviles y casas confortables. Pero tras su tercer invierno viviendo en la calle, K.S. admite que el carruaje se convirtió en calabaza, que Europa ya no es su sueño sino su pesadilla. «Mi padre murió hace un año y medio y no pude ir a su funeral», señala con amargura este chico de piel curtida que vive de la caridad y que pasa horas interminables en las bibliotecas públicas huyendo del frío y la lluvia, esperando que el padrón por el que paga todos los meses tenga suficiente antigüedad para por lo menos acceder a los servicios sociales. K. es solo uno más entre los jóvenes extranjeros que deambulan por las calles excluidos del mercado laboral, cuyas posibilidades de integración son más reducidas y su situación más vulnerable.